El lunes 19 de noviembre prosiguen en La Habana las conversaciones de
paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc. El tema es el primer
punto de la Agenda consensuada, que se refiere al desarrollo agrario integral,
el que se considera determinante para promover la integración de las regiones y
el desarrollo social, económico y equitativo de Colombia.
Los puntos de ingreso a este trascendental asunto son los
siguientes: Acceso y uso de la tierra. i) Tierras improductivas.
Formalización de la propiedad. Frontera agrícola. Protección de zonas de
reserva. ii) Programa de desarrollo con enfoque territorial.
iii) Infraestructura y adecuación de tierras. iv) Desarrollo social: salud,
educación, erradicación de la pobreza. v) Estímulo a la producción
agropecuaria y a la economía solidaria y cooperativa. Asistencia técnica.
Subsidios. Créditos. Generación de ingresos. Mercadeo. Formalización laboral, y
vi) Sistema de seguridad alimentaria.
El problema de la tierra es esencialmente político, sin minimizar sus
dimensiones técnicas. La naturaleza política surge por las características de
la propiedad que prevalece en el campo. Desde la colonia hispánica, cobró forma
el latifundio como estructura social predominante, hasta el día de hoy. Grandes
extensiones están concentradas en pocas manos. Los terratenientes son una casta
minoritaria que controla millones de hectáreas de las mejores tierras. Las que
explota con aberrantes sistemas feudales/serviles.
15 millones son campesinos, pequeños y medianos propietarios, pero la
gran mayoría -10 millones- son trabajadores con sus familias sobreviviendo en
condiciones infames de pobreza y miseria, no obstante la demagogia de
las élites sobre la democratización del campo que escuchamos desde
los años 30 del siglo pasado, cuando cobró auge el tema de la tierra y las
luchas agrarias por la influencia universal de la revolución soviética, que de
la mano de Lenin, realizó un amplio programa de distribución democrática de la
tierra entre los campesinos rusos, que originó la ira de la aristocracia rural
hasta el punto de organizar la guerra civil y las invasiones
de ejércitos reaccionarios/blancos para aplastar el poder obrero y
campesino.
La propiedad de la tierra, en manos de poderosos señores, es un
aberrante símbolo reaccionario. Desde tiempos remotos, cualquier
intento por repartirla produce la ira enloquecida de la aristocracia que
promueve guerras civiles para mantener el statu quo. Paso con los Gracos en
Roma, entre los años 131 a 124 a.d.e. Los tribunos plebeyos debieron pagar con
sus vidas el intento de entregar tierras a los campesinos romanos.
En Colombia, durante la segunda mitad del siglo XIX, a partir de 1862,
la reforma agraria promovida por el general bolivariana Tomas Cipriano de
Mosquera para eliminar el latifundio católico/hispánico fue la causa de varias
guerras civiles locales, regionales y entre los 9 estados. Durante 50 años,
hasta la guerra de los mil días (1900), no hubo paz hasta cuando los grandes
terratenientes recobraron sus descomunales fundos a punta de plomo y violencia
contra los campesinos, en los Valles de los ríos Magdalena y Cauca, en Urabá,
en la Sabana de Bogota y en la Costa Caribe. Para tales fines diseñaron un Estado
y un régimen político de regeneración ultraconservadora que impuso un orden
absoluto en todos los ámbitos de la vida social, mediante la creación de la
policía, la formalización de la milicia, la reglamentación estricta de la
prensa, el control sangriento de los opositores liberales y el dominio
religioso de la educación pública y privada.
La actual guerra civil es apalancada por el problema de la tierra, que
sigue vigente. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, la revuelta popular que le
sobrevino, los 500 mil muertos de los años 50, el terror paramilitar de las
guardias pretorianas latifundistas durante 5 décadas, el desplazamiento de
millones de pobres mediante la violencia y el alzamiento armado de los
campesinos revolucionarios que formularon, desde 1963, un Programa de reforma
agraria para democratizar la propiedad de la tierra, son consecuencia directa
del latifundio y las formas políticas retardatarias que lo acompañan, todavía. ¿O
acaso es que Uribe Vélez no es un epitome?
No obstante, diversas estrategias de cierta burguesía seudo
progresista, el capitalismo no subsume aún, en las relaciones mercantiles, el
ámbito rural. La economía cafetera, por sus vínculos con el mundo global y su
centralidad en la conformación del mercado nacional, fue el referente para
estimular cierto capitalismo agrario con distritos de riego, infraestructuras
viales, créditos a los capitalistas y subsidios como los de agro ingreso seguro
que se destaparon como un carrusel de corrupción. Es el capitalismo al gusto de
R. Hommes, de estirpe llerista.
El problema en lo fundamental persiste. La tierra en Colombia está en
poder de grandes latifundistas. A millones de campesinos se les niega el
derecho a la misma. “La tierra es para los campesinos que la trabajan”, es un
postulado que mantiene plena vigencia.
La reforma agraria democrática ha sido un asunto presente en todos los
diálogos de los campesinos revolucionarios de la resistencia con el Estado. En
la época de Belisario Betancur (1984), las conversaciones para la paz se
iniciaron con la reforma agraria para eliminar el latifundio. Ese intento de
concertación fracaso y hasta el día de hoy sigue ahí, pues el problema esta tal
cual.
El lunes se retoma en La Habana. No valen eufemismos. La cuestión es
cómo entregar la tierra a 10 millones de campesinos que la demandan democráticamente,
con créditos, vías, educación, salud, acceso a mercados, precios justos,
organización de zonas de reservas campesinas y derechos políticos para
participar en la vida pública sin restricciones ni sometimientos a gamonales y
caciques politiqueros que manipulan a su antojo el Estado, con
sus regalías, familias en acción y reparaciones a victimas,
utilizadas como plata de bolsillo por los senadores amigos del régimen de la
Prosperidad Democrática. Hay que ver lo que hacen en Norte de Santander, Bogota
y Medellín, donde esta el mayor número de victimas, los legisladores santistas
liberales, conservadores, verdes y de la U.
Obviamente no se trata de una “revolución por contrato”, es más bien
un paso para democratizar el campo que sobrevive en épocas coloniales. Lo que
se quiere es una reforma mediante la concertación civilizada, pues las
revoluciones nunca ocurren por convenios (eso es una falacia lopista), pues su
naturaleza es la de una insubordinación implacable que barre el Ancien Regime,
como se dio con la revolución inglesa, la francesa,
la soviética, la china, la vietnamita y la cubana. Los revolucionarios no
necesitan a nadie, menos a la burguesía, para hacer la revolución. Ese es
su asunto y lo asumen con todas sus consecuencias y retos.
Decir que el tema agrario tendrá un enfoque territorial no es mucha
cosa. Pues es obvio que hay una perspectiva de ese orden, sin embargo es
conveniente saber cuál es el sentido de dicha aproximación. Ya vimos, a
propósito de los problemas urbanos, que desde la ley 388 de 1998, se introdujo
dicho enfoque para dar pie a los Planes de Ordenamiento Territorial/POT
municipales y Distritales, que en nada han resuelto las demandas populares de
vivienda. Los POT han sido herramientas para agregar factores de competitividad
que favorecen a los grupos financieros, como el de Sarmiento Angulo y el de
Seguros Bolívar, con grandes inversiones en la industria inmobiliaria, base de
sus gigantescas fortunas que dan hasta para comprar periódicos (El
Tiempo y todos los otros medios) y financiar a politiqueros como don Germán
Vargas Lleras, ahora en plan demagógico con 100 mil viviendas gratis que no
concreta, para apuntalar sus planes de candidato presidencial.
Para lo único que han servido los POT es para mandar a vivir a los
pobres en los extramuros y en zonas inundables y de alto riesgo de Bogota,
Cali, Medellín, Barranquilla, Cartagena, Bucaramanga, Manizales y Cúcuta. El “ordenamiento
territorial” es puro cuento de consultores acomodados, especializados en
adornar con discursos estériles los negocios de sus contratantes, que
todo lo convierten en mercancía y renta privada.
Así que la “tierra para el campesino que la trabaja” es el nombre
de un verdadero desarrollo rural democrático y moderno, con plenos derechos
políticos y justicia social para la población rural pobre y excluida.
Todo indica que La Habana se convertirá en un escenario positivo para
el debate y acuerdo sobre este trascendental aspecto, que debe llevar un
mensaje progresista a los campesinos. Veremos sus desarrollos, ojala con la más
amplia participación de la sociedad civil rural popular colombiana.
Cúcuta, 17 de noviembre de 2012.
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